Los
pueblos de América Latina forman parte de un mismo desarrollo
histórico. Las clases sociales que habitan sus naciones se hermanan
en experiencias y épocas de lucha. Pero no se identifican por un
mero imperativo histórico abstracto sino por el contenido político
que ha adquirido la dominación capitalista en nuestro continente.
Siempre colonias de un imperio con distintas banderas, los países
latinos han enfrentado de forma conjunta a sus explotadores e
invasores. Los procesos revolucionarios de nuestro continente se
encuentran irremediablemente atados unos a otros.
El
golpe de Estado contra aymaras y bolivianos no se reduce a la lucha
por la explotación de los recursos naturales sino que explica el
intento del imperialismo y sus grandes burgueses aliados por sostener
la dominación capitalista en su etapa de declinación. La caída
tendencial de la tasa de ganancia busca ser revertida mediante la
reestructuración de las relaciones de producción en todo el
continente. Se trata de una etapa de transición en la cual las
clases dominantes intentan avanzar contra conquistas obreras y
campesinas que necesariamente dan paso a una respuesta que se
transforma en ofensiva. Los intentos desesperados de los diferentes
gobiernos por imponer reformas laborales, previsionales y sociales se
combinan con décadas de miseria levantando a todos los pueblos
latinoamericanos.
Las
clases oprimidas encuentran en los momentos de reestructuración del
sistema vigente grandes oportunidades para revolucionar la sociedad
que ya no toleran. Como vemos, revolución y contrarrevolución
forman parte de un mismo sentido pues no se trata sólo de que la
revolución genera la reacción, sino de dos caras de una misma
moneda. Incluso antes de que estallen las revoluciones las clases
sociales antagónicas suelen identificarse con ideologías y
simbolismos opuestos. De un lado el pueblo chileno rechaza a los
partidos tradicionales de su parlamento mientras en la vereda de
enfrente defienden la democracia apretando los dientes. Lo que hasta
ayer era una lucha ideas, hoy son los choques en las barricadas.
Piñera
acaba de afirmar que recurrirá a todos los métodos de represión
que tenga a su alcance. Ha pedido en cadena nacional ayuda encubierta
al resto de los gobiernos del mundo denunciando que sus carabineros
comienzan a temblar de miedo frente a la heroica resistencia chilena.
En un mismo día oficializó la vuelta a servicio de policías
retirados y la “ley anticapuchas” que condena con prisión a
cualquier persona con el rostro cubierto en las calles. Prepara las
condiciones para un clásico de todos los golpes de Estado: la
declaración de guerra contra un pueblo que no tiene más armas que
sus cacerolas y palabras.
Lentamente
la revolución chilena comienza a establecer la dinámica que
adquirirá la lucha política de los próximos meses. De un lado los
jóvenes explotados, sin más futuro que su propia victoria, se han
mostrado dispuestos a batallar hasta el final. Lo mismo cuenta para
el pueblo mapuche que se juega en la revolución sus tierras en el
sentido más material de la palabra, cuestión que explica lo
aguerrido de las revueltas en la Patagonia. Del lado de enfrente el
capital financiero y la gran burguesía nacional respaldarán a
Piñera sólo si en los próximos días demuestra capacidad para
recuperar las calles, reordenar la rutina del trabajo y sobre todo
preservar la propiedad privada del agua, las minas de cobre y litio,
las jubilaciones y los medios de producción. Con el paso de los días
todas las clases sociales han hecho un curso avanzado de marxismo y
han pasado a comprender que el futuro de la revolución no depende
simplemente del armamento disponible sino, sobre todo, de la
orientación que adquiera la gran masa proletaria.
Aún
la clase obrera no ha intervenido como un bloque unitario en la
revolución. Sí lo ha hecho de forma transversal asistiendo a los
cabildos populares en los que se politiza y también lo han hecho
sindicatos por lo general dirigidos por la vanguardia
antiburocrática. Los paros generales convocados por la CUT no han
sido la conclusión de una deliberación obrera en sus lugares de
trabajo sino el intento de la dirección conservadora del Partido
Comunista por colarse como dirección de una revolución que ha
boicoteado desde el principio.
Aquí
es dónde nos interesa llamar la atención. La orientación que tome
el proletariado dependerá de varios factores: la dirección que tome
la vanguardia dirigente en las calles, el desarrollo del proceso
revolucionario en el resto del continente y algo que no debe ser
descartado será el intento de la burguesía de ganar a la clase
obrera con recursos fascistas. No sería la primera vez. Ya en la
gran lucha revolucionaria de los setenta el ejército que preparaba
el golpe con organismos paraestatales de represión puso enormes
fichas en luchar por la dirección de los sindicatos exportando de
España la tradición del nacionalsindicalismo, una corriente
fascista que levanta como virtudes su carácter obrero – en
contraposición a la masa desocupada – y antimperialista como
reivindicación del ser chileno. Se trata de otro clásico de las
contrarrevoluciones: dividir a la clase obrera entre el proletariado
y el lumpenproletariado. Una política clasista de cara a la gran
masa desempleada se vuelve fundamental. Por su parte nunca debe
olvidarse que se trata de una clase obrera educada durante años bajo
los métodos de Pinochet. La rebelión que recorre las calles deberá
también barrer este obstáculo.
A
este panorama general se debe sumar un protagonista que se aparecerá
en escena varias veces en los próximos años: los estados de Rusia y
China que defienden los negocios que han conquistado en América
Latina en la última década. En Chile en particular sus recursos se
encuentran orientados al Partido Comunista que hace esfuerzos
desmedidos por explicarle a la burguesía chilena que la
constituyente que planea no será suficiente para derrotar la
revolución. En este punto se ha colado nuevamente un tópico
histórico del movimiento obrero que es el de la "vía pacífica" al
socialismo. Como sabemos, se trata de un engaño lingüístico que
refiere a un camino al socialismo que sólo puede llevar a la derrota
y desmoralización del movimiento obrero. El mismo Allende tuvo que
decidir en 1973 si acompañaría al proletariado a la toma
violenta de los medios de producción o si continuaría su “camino
al socialismo” bajo los métodos democráticos. Un día antes del
golpe de Estado el presidente se reunió con Pinochet para acordar
elecciones populares que decidan el futuro de Chile. Como sabemos,
Pinochet no hizo mucho caso a los acuerdos.
Los
engaños de salida democrática de la revolución no sólo
reactivarán al gobierno de Piñera entregándole la iniciativa
política sino que intentarán como primer objetivo desmovilizar a
las masas y dar paso a la contrarrevolución. Conciente de la
valentía del pueblo chileno las clases dominantes utilizarán la
salida democrática para reforzar el estado represivo del régimen
pinochetista al que se integrarán los golpistas bolivianos,
Bolsonaro y todos aquellos gobiernos que busquen financiamiento del
capital internacional para hacer frente a sus deudas, bancos
quebrados y monedas desvalorizadas.
Ante
esto es evidente la necesidad de reforzar la agitación política y
la acción directa por la victoria de la revolución chilena, que
será también un apoyo inconmensurable al pueblo boliviano que
enfrenta el golpe de Estado, a los obreros colombianos que hacen
nuevas experiencias enfrentando a su gobierno, a la rebelión
ecuatoriana que vuelve a prepararse, a los puertorriqueños que se
organizan en masivas asambleas populares y a los obreros venezolanos
encerrados entre variantes políticas que los comprimen. Es necesario
dar un paso decisivo en la organización política de todo el
continente, con milicias que se organicen en todos los países hasta
derrotar el golpe en Bolivia y la contrarrevolución en Chile.
Ocupemos dependencias estatales. Copemos los medios de comunicación.
Tomemos las fábricas. En la victoria de la revolución chilena pasa
a jugarse ya no sólo el futuro laboral de unos cuantos sino el
futuro de la humanidad.
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