Tras
cruzar los Andes y vencer a los realistas en Chacabuco, el ejército
libertador dirigido por José de San Martín convocó en Junio de
1817 el Cabildo abierto fundador de la historia chilena. En realidad,
el Cabildo sólo venía a dar formato oficial a las infinitas logias
clandestinas de las clases medias que habían tomado en sus manos los
destinos de la Nación. Doscientos años después, la asamblea
constituyente deberá oficializar el régimen de cabildos abiertos
que se desarrollan a lo ancho de toda la cordillera.
La
clase obrera andina es sin lugar a dudas la fracción más
experimentada en procesos revolucionarios del mundo. Ya en 1858 (!)
los obreros del cobre explotados por los resabios del virreinato
español y el capital inglés formaron su propio partido y se
autodenominaron “los constituyentes”. Exigiendo la redacción de
una constitución que avalara derechos para los trabajadores mineros
tomaron las armas, ocuparon los cuarteles militares y convocaron una
asamblea popular en la cual Pedro León Gallo fue nombrado
“intendente revolucionario” de Atacama. Antes de la comuna
parisina de 1871, América Latina tuvo su primera experiencia de
gobierno obrero.
Este
episodio modificó de raíz la historia de nuestro país vecino.
Desde allí Chile vivirá de forma permanente en el estado de guerra
civil. A veces sólo remarcada por la agudización de la explotación
capitalista, otras por la presencia abusiva de las fuerzas policiales
y otras por enfrentamientos armados, las camarillas militares que se
adueñaron de los recursos naturales de Chile jamás han dejado de
apuntar su fusil a los explotados. Incluso los gobiernos
bonapartistas como el de Allende se encargaron de traicionar a la
clase obrera en nombre de la patria. Cuando en 1973 los cordones
industriales de todo el país ocuparon las fábricas nacionalizadas
para frenar el golpe de Pinochet, el partido gobernante junto a la
Central Única (!) de Trabajadores declararon aliados del
imperialismo a los cientos de miles de obreros que resistían las
balas del ejército.
La
burguesía, en todos sus matices y nacionalidades, ha agotado sus
capacidades revolucionarias. Los San Martín de ayer son los Maduro
de hoy. Esta es sin duda la conclusión fundamental a la que el
proletariado chileno debe aferrarse para triunfar. En el mismo
momento en que el pueblo enfrenta a los carabineros, en la Ciudad de
México se reúne el grupo Puebla con la presencia de Marco Ominami,
la carta fuerte del populismo en Chile. Alberto Fernández, Dilma,
Lopez Obrador y Mujica coinciden en varios puntos: dejar afuera de su
grupo a Venezuela hasta que haya una salida ordenada a la crisis,
hacer todos los esfuerzos posibles para pagar la deuda al FMI y
mantener los mejores vínculos posibles con Trump. Entre tantas
entregadas el grupo se ha dado lugar para referirse a la asamblea
constituyente remarcando que para convocarla primero se debe llamarr
a un plebiscito y luego ser aprobada por al menos dos tercios de las
cámaras parlamentarias. Coinciden en esto con el Partido Comunista.
Pero lo que ninguno dice es que el Senado chileno tiene entre sus
miembros a los “senadores vitalicios” que tienen ese lugar ganado,
nada más y nada menos, que por haber sido generales de Pinochet. El
arbitraje parlamentario mientras las masas inundan las calles de
democracia popular sólo ocupa el alarde para la tribuna. En las calles, mientras tanto, no
paran de morir chilenos en lucha.
Muertos
de miedo ante las masas que se levantan en el mundo, los grandes
medios se dedican a analizar el contenido de las rebeliones. Leemos,
por ejemplo, a Andrés Cisneros, ex vice canciller argentino
escribiendo en La Nación: “debemos cuidarnos de pensar que estos
levantamientos son el producto de oscuras conspiraciones
anarco-marxistas. La causa de estos fenómenos no es ideológica sino
social”. Frente a la crisis, nuestros eméritos funcionarios
retornan a un clásico: el problema es la mala distribución de la
riqueza. De esta forma alientan a los gobiernos de todo el mundo a no
ser tan egoístas, y allí tenemos a la esposa de Piñera declarando
que, lamentablemente, va a tener que disminuir sus privilegios. Eso
sí, seamos más generosos pero, concluye Cisneros igual, “a los
anarquistas y marxistas debemos combatirlos y derrotarlos, como
siempre hemos hecho”.
Los
editorialistas de La Nación no tienen un pelo de necios. Saben al
dedillo que sólo la ciencia político económica creada por el
proletariado puede desentrañar su palabrerío. Los medios intentan
imponer al pueblo insurrecto la visión según la cual una serie de
reformas políticas que modifiquen la redistribución de la riqueza
podrá reencarrilar el orden y el progreso. La poca necedad no quita
el agotamiento histórico de sus concepciones. La distribución de la
riqueza, como gustan decir, no es algo maleable, una especie de “toco
por acá y por allá” sino que responde al ordenamiento estructural
de las fuerzas productivas. En la actual sociedad se distinguen
solamente aquellos que se apropiaron de los medios de producción y
aquellos que apenas cuentan con su fuerza para venderla al mercado
laboral. Para sostener este esquema, el capital necesita concentrar
cada vez más abruptamente la tasa de ganancia obtenida a través de
la explotación del obrero. A su vez, el capital necesita concebir al
conjunto de los trabajadores como iguales y propone de esta manera el
reparto de la riqueza como una división matemática exacta. Pero los
cabildos abiertos les están mostrando a Piñera la infinita variedad
de necesidades de los explotados redactados en documentos que
preparan la asamblea constituyente. Comprendemos el alcance
revolucionario de la presente rebelión al constatar que se se ha
puesto en juego el criterio mediante el cual se desarrolla la vida en
el capitalismo. A la redistribución las asambleas populares le
responden con una planificación ordenada de la producción, la
salud, el arte y la educación. A cada cual, según sus necesidades.
Otro
punto que remarcan nuestros próceres de la comunicación es el
agotamiento de la “globalización feliz” (dixit). Sin explicar
absolutamente nada, dan a entender que la era de un mundo unido en la
prosperidad de Facebbok, Coca Cola o Amazón está mostrando su
revés. Otra vez nuestros expertos escoden haber tenido que leer a
los clásicos del marxismo para entender el mundo en el que viven.
Más de medio siglo antes de que los Bush emitan la palabra
globalización, Vladimir Lenin enseñaba que, como también decíamos
más arriba, la actual etapa del capital requiere la concentración
cada vez más avanzada de la riqueza para poder hacer frente a la
caída tendencial de la tasa de ganancia. Así, el supuesto mundo
unificado no fue en el Siglo XX más que la incesante guerra entre
naciones imperialistas. Lo que sucede ahora es que la fachada
ficcional denominada globalización comienza a mostrar la cara que
intento ocultar. El imperialismo necesita intensificar su dominio
sobre las colonias para sostener la explotación capitalista.
La
camarilla militar que ha orientado la vida política de Chile durante
los últimos cincuenta años, al igual que todas las clases
poseedoras de América Latina, han optado por la entrega incesante de
los recursos naturales contrario al desarrollo productivo de sus propios
países. El continente con mayores minas de litio no produce ni
celulares ni energía alternativa. El país del cobre, las
cordilleras y una de las superficies marinas más ricas del mundo no
ha garantizado ni salud ni educación pública a las grandes masas.
Se habla, al contrario, de indices de contaminación intolerables
para varias especies tanto en el mar explotado por las mineras como
en las ciudades repletas de smog. Las conquistas obreras han sido una
tras otras aplastadas en nombre de lo que hasta hace dos semanas se
presentaba como un paraíso para la explotación capitalista.
Dialéctica: en el oasis financiero se abre paso a la historia
revolucionaria de proletariado internacional.
Y no
lo hace de manera espontanea ni improvisada sino tomando toda la
experiencia acumulada de rebeliones propias y de otros países.
Mientras la izquierda parlamentaria de América y Europa no veía en
la actual crisis mundial más que sobresaltos eventuales o
bancarrotas sucesivas que podrían ser reestructuradas bajo la
iniciativa financiera de la burguesía, los obreros chilenos dan
clases de organización política y popular en sus cabildos abiertos.
El doble poder, que hasta ayer era un concepto quasi militar y
anticuado, emerge en las calles de Santiago.
Traicionada
sucesivamente por todos sus partidos, la clase obrera araucana ha
elevado en su defensa la bandera del autonomismo. Así, el sector
estudiantil dirigente del movimiento rechaza lo que llama el
“partidismo”. Las elecciones de los últimos años muestran
niveles records de abstención. Hasta el momento el rechazo político
ha tenido un contenido altamente revolucionario. Sin embargo, la
necesidad de un partido se hará evidente al crecer la rebelión. Las
asambleas populares son por definición campos de debate en los que
intervienen todas las clases sociales pero ¿pueden compartir los
mismos intereses los presidentes de los grandes clubes de fútbol, los
productores nacionales, los estudiantes y los obreros? Sea bajo las
banderas que sean, las del marxismo o la del anarquismo, las del
poder popular o la de los soviets, las clases oprimidas de Chile
deberán unificarse en un programa que ponga en primer lugar la
necesidad de nacionalizar los recursos naturales, la banca, la
educación y los ministerios bajo estricto control obrero supeditado a
las decisiones de las grandes mayorías. El rigor del enfrentamiento
entre la burguesía nacional que pretende alzar cabeza entre la masas
y el proletariado no tardará en sentirse. Por su parte ¿existe hecho de mayor autonomía que conformar nuestro propio partido sin la intromisión del Estado y los explotadores?
La
rebelión chilena es sin duda el camino que debe guiar la acción de
todos los revolucionarios del continente. La lucha por una asamblea
constituyente en Chile educará al resto de América Latina en la
necesidad de elevar consignas de poder para hacer frente a las
penurias del pueblo. Esto es crucial para los países donde el proletariado se
encuentra preso entre variantes políticas que lo asfixian, como en
Venezuela o Bolivia. La principal enseñanza de los últimos días ha
sido que los organismos autónomos de las masas continúan siendo la
tendencia que se desarrolla en todos los procesos políticos del
mundo. Las asambleas populares bolivianas, las coordinadores
interfabriles en Argentina o las Bembas en la revolución cubana,
todos ellos nacen “espontáneamente” al calor de las grandes
rebeliones. Los tribunos obreros del continente deben poner allí
toda su atención llamando a la conformación de organismos de
deliberación frente a cada batalla, frente a cada huelga, frente a
cada reclamo. Tenemos el objetivo y la frente en alto pensando en
coordinar todos nuestros organismos en una gran asamblea
constituyente que prepare la unidad socialista de América Latina.
Desarrollemos asambleas populares en todos los barrios por la
victoria de Chile. Es evidente que ningún otro sector político más
que la izquierda revolucionaria puede asumir esta tarea.
Cuando
las masas alcancen su punto de conciencia política máximo
correspondiente al grado de desarrollo de las fuerzas productivas,
ellas mismas apoyadas en partidos que las acompañen se encargarán
de hacer de la asamblea constituyente una consigna anticuada. De
hecho la misma burguesía se hará cargo de ello llamando
constituyente a alguna reunión parlamentaria que disfrace los
alcances de la actual revolución. Allí la constituyente se
transformará en la necesidad de la insurrección y la lucha por la
democracia popular será la dictadura de las grandes mayorías contra
el capital. Mientras tanto la consigna continua siendo el medio de
transición más desarrollado para poner en eje el caracter político de la crisis, la caída sucesiva de regímenes en todo el
mundo y la falta de iniciativa estratégica e histórica de las
clases dominantes para imponer una salida sin la utilización de las
armas. América Latina: ahora es cuando.
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