Hace
unos años compartiendo ideas con unos compañeros de Ciencias
Exactas me abrían la cabeza en algo central: casi todo lo importante
de la ciencia contemporánea se resume a su divulgación. Los avances
lógico matemáticos, los progresos de la informática, los
descubrimientos de la astronomía, las nuevas formas de concebir la
ingeniería, todas, absolutamente todas las ramas de la ciencia han
dado un salto cualitativo en los dos últimos Siglos. De allí la
trágica contradicción que encierra el Manifiesto Comunista y las
conclusiones del marxismo acerca de los Siglos XVIII y XIX: la
revolución industrial impulsada por el afán de acumulación
capitalista ha traído a la Tierra infinitas nuevas posibilidades de
vida, creación intelectual y artística. Pero la teoría de la lucha
de clases, ella misma fruto del avance de los métodos rigurosos de
la ciencia moderna, también explicaba que estos avances, al estar
orientados y diseñados por una clase social minoritaria, tarde o
temprano, colapsarían. Quinientos años después de la muerte de la
Galileo asoma el fantasma de la Tierra Plana.
El
aparato científico de los estados capitalistas hoy se resume a tres
grandes cuestiones: abrir paso a los recursos naturales que aún no
han sido explotados, el avance tecnológico para el consumo inmediato
y, finalmente, los descubrimientos maravillosos pero inútiles para
la vida práctica y cotidiana de la humanidad. Así nos enteramos por
el New York Times la llegada de un robot a Marte, la inauguración
del nuevo I-Phone o los avances en la extracción de petroleo
mediante el fracking. Argentina, por caso, es el segundo país del
mundo con mayor cantidad de Litio en su suelo pero ¿explican las
revistas qué es el Litio? ¿Se enseña en la escuela que podríamos
ser el primer productor de aparatos electrónicos con bateria
autónoma? ¿Se tratan de bajar a Tierra los componentes químicos de
este mineral? Nada de ello. Lo mismo se aplica a todos los casos:
nadie sabe cómo funciona el I-Phone, cuáles son sus placas, sus
microchips, su organismo. La tecnología se transforma en un fetiche
que parece funcionar por la magia de un Dios.
Para
enfrentar el stalinismo en el plano teórico, la oposición de
izquierda del Partido Comunista Ruso debió llegar a la siguiente
conclusión: las fuerzas productivas han cesado de crecer. La
teconología avanza, claro, pero ya no puede ofrecer nada nuevo a la
calidad de vida. Nuestra especie muere de SIDA, sufre la gripe y el
hambre, padece adicciones de todo tipo pero la NASA viaja a Marte. No
es que no me parezca increcíble llegar a Marte, es que parece estar
alejado de las cuestiones elementales que uno ve día a día en las
calles. Volviendo al párrafo anterior, Carlos Marx escribió el
libro con mayores demostraciones científicas de la historia: El
Capital. En ella llega a una conclusión: la visión teológica e
idealista de la vida no cesará hasta eliminar el fetiche mediante el
cual funciona el sistema capitalista. Creemos que el dinero lo es
todo, un Ente superior. Nada más falso que esto: el dinero apenas si
puede representar lo que cada ser humano hace con sus manos y
cerebro. Antes que comprar una lapicera, un obrero la fabricó ¿No
merece el obrero conocer al dedillo la historia química de la tinta?
No
voy a mentir: no puedo hacer un estudio riguroso sobre la orientación
científica de las grandes corporaciones. Puedo, en cambio, dar
cuenta de la orientación científica de la Universidad en Argentina
y nuestro continente. La UBA, por caso, funciona como una secretaria
gigante de mineras internacionales, agencias de recursos humanos y
bancos imperialistas. De la mano de ello una infinidad de
científicos, filósofos, médicos, psicólogos, educadores,
veterinarios, urbanistas, artistas se tienen que pasar la vida
escribiendo papers para
revistas especializadas. Los que sirvan serán contratados, el resto,
los que el Banco Santander o la Barrick Gold considere inútiles,
morirán entre el polvo de las hemerotecas. La divulgación no es si
quiera un proyecto de la universidad. No hay materias que enseñen a
transmitir y compartir conocimiento con las grandes masas. A mí,
cuando me enseñaron a Hegel, jamás me explicaron cómo explicarselo
al fabricador de lapiceras. Si a esta situación le sumamos la
presión milenaria de la Iglesia para sostenerse en el horizonte del
poder a nadie debería sorprenderle cruzarse con un trabajador que te
diga: “bueno, tampoco se puede probar que la tierra sea redonda,
entonces, también puede ser plana”.
Divulgar
la ciencia es una tarea crucial de la humanidad. Así
la entendieron los reformistas del ´18: su primera reivindicación
era la extensión universitaria, es decir, sacar la academia a la
calle. Como se concluye de lo
anteriormente dicho es evidente que sólo las clases sociales
oprimidas pueden
modificar la orientación de la ciencia y abrir paso a un nuevo rumbo
histórico. Por eso, difundir
la ciencia, en su matiz, es luchar por un gobierno de trabajadores.
De ninguna manera
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