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La comunidad campesina y la asamblea constituyente


No existe prueba más contundente sobre la desvanecencia de todo lo sólido que la caída del imperio romano. Aunque las clases sociales dominantes suelan concebirse a sí mismas como entes eternos, hasta el universo que habitamos se extinguirá tarde o temprano.

Los monumentales historiadores y filósofos que parió la revolución francesa hicieron un esfuerzo desmesurado por sistematizar la historia universal. Hijos de la fuerza revolucionaria de los jacobinos y la estética de Miguel Angel pensaron su tiempo como el renacer del espíritu y las fuerzas vitales del mundo humano. Según los pensadores del iluminismo, el renacimiento da fin a un milenio de letargo. Pero mil años de levantamientos campesinos y sacrificios del pueblo por sacarse de encima el yugo señorial rechazan la tesis de una Edad Media dormida.

Hubo un tiempo en que la dirección revolucionaria de la humanidad quedó en mano de los hombres y mujeres del campo. Esa historia comienza cuando el mismo esclavismo que agotó el desarrollo productivo del Imperio, hizo caer una tras otras las ciudades romanas. Sólo los grandes terratenientes patricios y clericales pudieron sostener su dominio político contra las invasiones germánicas diseñando ejércitos eventuales de esclavos y plebeyos dispuestos a combatir para salvarse del hambre y la miseria. Pero ningún hombre del campo levantó su espada en defensa de Roma. Al contrario, ahogados por la confiscación tributaria mediante la cual los nobles pretendían salvar sus pellejos, las comunidades campesinas encontraron en las invasiones un canal de rebelión contra el despotismo romano. Las baguadas, su nombre en latín, son hordas de campesinos hambrientos y desposeídos que carentes de una dirección política se lanzaron al saqueo de la nobleza romana. Fueron también las encargadas de transmitir la tecnología armamentística del Imperio a los invasores germanos. Las baguadas de la Hispania y la Galia son el germén de los ejércitos campesinos que mil años después enfrentarán al poder feudal.

Aunque minoritarios, los talleres artesanos de mano de obra esclava fueron un contrapeso a la concentración agrícola de la riqueza. Pero con la caída de las ciudades toda la producción de Europa recayó en el campo y con ella también los centros geográficos del poder político. Sobrepasadas de frentes de batalla, las noblezas locales agacharon la cabeza frente a las invasiones y viraron del enfrentamiento y la resistencia al régimen de hospitalidad entregando tierras al invasor. El señorío feudal es la combinación entre la declinación del imperio y el ascenso de una capa de dirigentes militares provenientes de los países germano, primeros, y árabes o vikingos, después. Una vez que los invasores conquistaron nuevos suelos dieron vuelta su espada y la apuntaron a los campesinos que los habían acompañado. Carentes de partidos u organismos de poder propios los movimientos campesinos se desintegraron uno tras otro y los señores tuvieron vía libre para instalar el régimen de la servidumbre sobre las comunidades del campo.

Al derrumbarse las grandes ciudades las familias campesinas fueron las encargadas de resguardar las tradiciones políticas milenarias. La propiedad colectiva de la tierra impulsó desde el nacimiento de las primeras tribus el desarrollo técnico del cultivo, la preservación de la naturaleza común y la solidaridad entre familias. Como dice Marx al estudiar las formaciones económicas precapitalistas, “para que la comunidad adquiera existencia real, los libres propietarios debieron celebrar antes que nada una asamblea”. Para preservar las posesiones comunes, el campo se vio obligado desde los inicios del trabajo agrícola a organizarse políticamente. Durante la Edad media los campesinos de las comunidades se transformarán en los grandes impulsores de la técnica, la civilización, la cultura y las tradiciones de lucha de los oprimidos.

Sin embargo comunidad no significa comunismo. De hecho la estratificación social de las comunidades fue el medio político que se dieron los señores para imponer su poderío en el campo. Elevaron políticamente a los campesinos más fieles congraciándolos con tierras y bueyes formando una capa de grandes propietarios que se harían cargo de la administración judicial y tributaria de la aldea. Los campesinos ricos ejercían el control punitivo que sometía a los pobres a la eterna servidumbre de la cual el señor extraía el excedente para mantener una enorme capa burocrática eclesiástica y militar que adoctrine a los siervos.

La hegemonía que los señores y sus vasallos conquistaron en el campo dio lugar a varios debates en la historiografía medieval. Los mismos “intelectuales” de la UBA que en el año 2001 volvieron al misticismo afirmando que el argentinazo fue fruto de la generación espontanea aplicada a las ciencias sociales, también se dedicaron a estudiar a los campesinos medievales. Más allá de la abundante información que estos profesores acumularon para sus estudios, todas sus conclusiones políticas son dignas de quien piensa al mundo a través de manuales de filosofía marxista repartidos en la Unión Soviética de Stalin. Leemos por ejemplo un análisis del profesor Astarita en el que se pregunta sin que se le mueva una pestaña frente a semejante cuestión “si los campesinos medievales tuvieron o no conciencia de clase”. Casi cincuenta páginas no le bastaron para ofrecer una respuesta clara. Insinúa por momentos que no, que los campesinos sólo tuvieron una “conciencia negativa” según la cual ellos mismos no se reconocen como una clase social en sí misma pero sí, en cambio, son capaces de sentir algún tipo de desprecio por sus señores. Astarita hace ciencia como un alquimista que busca la quinta esencia que le defina la conciencia del campesinado. Pero la comprensión conciente del mundo es de naturaleza histórica. Si en sus inicios el campo no pudo levantarse contra el poder feudal la conciencia del campesino sometido a la daga del señor se desarrollará a lo largo de los siglos, con avances y retrocesos, con victorias y derrotas. Sólo fruto de la enorme experiencia acumulada el campo se levantará contra el régimen señorial. Y así veremos que con el paso de los Siglos los ídolos populares del campo dejarán de ser los honoríficos caballeros de la corona para que su lugar pase a ser ocupado por los dirigentes campesinos que entregan su vida por el fin de la servidumbre y “la igualdad natural de los hombres frente a nuestro a Dios”.

Otro grupo de eruditos de la conciencia, esta vez mucho más apegados a las ideas dominantes de todos los tiempos, también se detuvo a examinar la vida agraria del medioevo. Sin mostrar pruebas de ningún tipo la corrientes historiográfica que en nuestro país adoptó el nombre propio de José Luis Romero halló en la cabeza de nuestros campesinos el fundamento para instaurar la máxima según la cual el poder secular de la iglesia es el diseñador absoluto del pensamiento medieval. Según este grupo de tergiversadores la vida rutinaria del campesino fue el medio ideal para la penetración religiosa en la vida rural. De allí que el campesino haya comprendido su sometimiento eterno a la servidumbre como la forma terrenal de ganarse un lugar en el cielo.

Sucede que los historiadores paridos por la burguesía liberal del Siglo XX forman parte de la reacción a los descubrimientos que la historiografía y la arqueología marxista comenzaron a desmembrar luego de 1848. Guiados por la fuentes clásicas del medioevo sólo encuentran la inagotable reserva de alabanzas al Señor redactados por la filosofía medieval. Esconden nuestros historiadores que durante un milenio la iglesia requiso espada en mano todos los rincones donde pudiese encontrar una filosofía opuesta a su interpretación de las Sagradas Escrituras. No es casual que los historiadores de las clases oprimidas hayan encontrado las bases del pensamiento revolucionario del campo en los documentos clasificados como herejes. Es que, justamente, la conciencia campesina se desarrolla a lo largo de la historia como un enfrentamiento a la imposición divina que lo sostenía atado al servicio de su señor. La realidad es que cuando el campesino pensaba por su cuenta el poder celestial se convertía en látigo señorial.

Ahora bien, una de las características indudables del pensamiento popular de la Edad Media es la apología de la religión del pueblo y, en particular, del cristianismo primitivo, esto es, la fe en Cristo alejada de las riquezas que embellecían los palacios de curas y frailes. Ya desde el Siglo IV el pensamiento de Agustín de Hipona había influido entre las clases bajas del campo con una filosofía que hace de los sujetos los protagonistas de la fe divina mediante la capacidad racional del ser humano. El mismo pensamiento evolucionará lentamente hasta convertirse en la filosofía de las reformas protestantes que impulsaron las guerras campesinas contra el clero y la nobleza del Siglo XV alemán. Tomás Münzer, dirigente turingio del movimiento campesino alemán es según Engels el primer antecedente del comunismo moderno. Según Münzer la tarea de los campesinos alemanes era “buscar el cielo en la tierra” comprendiendo que “la única revelación es la razón humana que ha existido y existe en todos los pueblos del mundo”. En un panfleto repartido entre los campesinos del Sur de Alemania por los adeptos de Münzer leemos explícitamente que el reino de Dios no significa otra cosa que una sociedad sin diferencias de clase, sin propiedad privada y ajena a los miembros del Estado. Como vemos los campesinos no tomaron todas sus ideas de la iglesia ni su conciencia fue moldeada a pedido de curas y frailes. Muy al contrario, concientes de la opresión a la que eran sometidos formaron su propia conciencia religiosa de la mano de comprenderse como clase oprimida.

Además de su religiosidad, el campo medieval también forjó sus propios organismos políticos. Con el pasar de los siglos las comunidades se transformaron en grandes villas que asumieron la responsabilidad de recaudar las contribuciones y ejecutar las reglamentaciones. La constitución de las villas europeas varía de un lugar geográfico a otro pero siempre con un patrón común: la existencia de un Consejo de propietarios supeditado a las decisiones de la asamblea popular. En algunos rincones de Italia como Padua o Florencia y en otros de Inglaterra como Essex o Kent los siervos participan de la asamblea común. Allí se constituyeron grandes municipios rurales que son el antecedente inmediato de las comunas revolucionarias de la Edad Media que estudiaremos en la próxima sección.

El doble carácter con el que se gestan las villas y municipios rurales será también la explicación de su valor contradictorio en la historia. En primer lugar, los campesinos estaban ligados por la solidaridad en el trabajo, lo que exigía una férrea disciplina colectiva. El objetivo de la la planificación agrícola es subsistir y generar el excedente que permite retribuir al señor. Aunque creaciones propias del campo, las villas organizan la producción servicial para garantizar la ganancia de la nobleza. No es casualidad que aquellas villas más desarrolladas fueron las primeras en virar hacia la agricultura comercial a gran escala. De hecho, todo lo progresivo que el feudalismo haya podido aportar a las civilizaciones humanas lo extrae de la villa campesina. Sólo el trabajo colectivo y minuciosamente organizado recuperó la esperanza de vida en Europa tras la gran peste negra. Y la misma planificación colectiva del cultivo abrió paso a los grandes avances técnicos como el molino a viento o la explotación animal. Pero aún desde esta perspectiva la villa funciona como un organismo estatal insertado en el sistema de producción feudal.

Ahora bien, aunque supeditados a la orden del señor las villas son creaciones campesinas y la nobleza sólo pudo mantenerlas bajo su yugo hasta que el feudalismo se volvió insoportable para la gran masa campesina. Cuando el comercio urbano comenzó a hacer contrapeso al poder señorial, los “grandes”, como se llamaba a los señores, quisieron sostenerse como la clase privilegiada del mundo ahorcando tributariamente al campo que, a su vez, veía en las ciudades un camino de huida al Señor. Cuando el enfrentamiento entre señores y siervos inicia su etapa de mayores tensiones, la villa medieval se transforma en el canal de organización de las revueltas campesinas. Como nos dice Rodney Hilton, “es natural que las mismas acciones rebeldes se concentraran dentro de un marco organizativo tradicional”. En 1381 los campesinos ingleses se apoderaron de todos los edificios que los señores de la iglesia habían edificado en las villas para recibir y distribuir caridad y los transformaron en los cuarteles que prepara la insurrección a Londres. Cuando el campesino necesita enfrentar a la nobleza sus villas y comunidades se transforman en organismos de doble poder.

Pero aún así, reconvertidos en organismos de lucha contra el señor, la asamblea campesina deberá esperar el auxilio político y militar de las ciudades para transformarse en constituyente. El campo debió batallar primero contra sus señores para convencerse de que el régimen de servidumbre sólo podía ser abolido mediante el enfrentamiento no sólo económico y jurídico contra el feudo sino también contra el monarca para instaurar un nuevo poder político. Preso de las condiciones que atan su supervivencia a la propiedad privada de la tierra el campesino necesitó a lo largo de su historia la dirección política de las clases revolucionarias de cada era. Para conquistar la reforma agraria en la Atenas clásica necesitó de la revolución de comerciantes y artesanos, para abolir la servidumbre en Europa necesitó de la fuerza revoluciona de la burguesía y para democratizar el campo en Rusia debió esperar al desarrollo del movimiento obrero revolucionario de 1917. En la Edad Media hasta que el campo no encontró su faro en los comuneros de las ciudades, como nos dice Hilton “los rebeldes rompían con el señorío pero lo hacían no sólo en nombre del pueblo sino también del Rey”. Los insurrectos de 1381 exigían una monarquía popular sin intermediarios entre el pueblo y su rey quedando la administración y la justicia de las villas en manos del pueblo campesino. Tan sólo un siglo y medio después el campo empezará a comprender que la justicia popular implicaba también cortar la cabeza del rey. No bastó que la comunidad se transforme en un órgano de doble poder para acabar con la servidumbre. Fue necesario, en cambio, el empuje de una clase social capaz de derrotar políticamente a la monarquía y convocar grandes asambleas constituyentes que reorganicen la producción, la cultura y el orden político de las naciones.

Ya hemos estudiado que la revolución democrática de Atenas que aplica la primera reforma agraria de la historia funciona a su vez como sostén de un imperio esclavista. Dos milenios después, tampoco la dirección burguesa que reemplaza al mundo feudal es análoga la dirección proletaria de 1917. La Revolución Francesa reemplaza la servidumbre del campo por un nuevo tipo de esclavitud basado en la libertad de someterse a la incesante competencia de capital. El tercer estado de burgueses y propietarios de la tierra conformó lentamente un Estado encargado de aplastar la independencia política de los pobres del campo. Las comunidades fueron así ahorcadas una tras otra por el peso de los grandes terratenientes, primero, y los grandes pulpos de la tecnología agraria después. El siervo dio paso al obrero rural desposeído de sus tierras. La Revolución de Octubre, en cambio, entrega sus tierras a los campesinos, remueve los resabios del régimen feudal y suma al campo a la producción planificada y conjunta a las fábricas y talleres urbanos. En la asamblea constituyente de Enero de 1789 la burguesía promete al campo formar parte de las nuevas elecciones nacional. El Congreso de todos los Soviets de 1917, en cambio, traslada el poder conquistado por la insurrección de Octubre a los Soviets de obreros y campesinos.

En 2019, excepto contadas excepciones provenientes de revoluciones obreras triunfantes, el campo se encuentra supeditado al régimen de los grandes terratenientes aliados a los empresarios de la industria rural que dictaminan la orientación que debe imponerse a la producción agrícola. Sus ganancias están finalmente atadas a la especulación financiera que levanta o baja sus acciones en Wall Street de acuerdo a los dictámenes de los grandes monopolios. Millones de hectáreas que podrían alimentar a la población mundial dejan de cultivar trigo y giran a la soja de consumo animal. Otras millones de hectáreas ni si quiera son explotadas en nombre de la especulación y el monopolio. Los pequeños o medianos propietarios del campo se desploman ante los latifundios revitalizados a base de glifosato. La revolución tecnológica del campo que podría haber desarrollado como nunca antes la producción agrícola y el cuidado de la naturaleza acabó por incendiar el Amazonas. El capital financiero somete al campo al estancamiento y hasta el retroceso de sus fuerzas productivas. En el momento en que escribo estas lineas el pueblo de Ecuador se levanta y enfrenta a las fuerzas policiales desde las barricadas. Allí los fundadores del capitalismo bananero sostuvieron la servidumbre hasta 1964 cuando las comunidades indígenas se levantaron en armas. Los terratenientes ecuatorianos prefirieron la mano de obra gratuita del indígena esclavizado al desarrollo técnico del cultivo dejando a Ecuador siglos atrás del mercado mundial.

Las tareas del campo, aquellas que va desde la democratización hasta el reparto de la propiedad, desde la planificación de la producción a gran escala hasta la preservación del medio ambiente han quedado en manos de la clase obrera. Conciente de que la lucha campesina pasaba a formar parte del enfrentamiento contra la burguesía, Lenin insistió durante todo 1917 en que los hambrientos del campo no debían esperar a ninguna asamblea constituyente para levantarse en armas y tomar por medio de la acción directa lo que les corresponde. Él mismo, que había tenido como una de sus principales consignas el llamado a una constituyente que se haga cargo de las tareas democráticas de la atrasada Rusia, comprendía al dedillo que llegado el momento los ministros burgueses intentarían disfrazar la revolución en una asamblea parlamentaria a la que llamarían constituyente. De esta forma instaba a los campesinos a unirse a los bolcheviques para influir en los Soviets hasta preparar la Insurrección armada sin dejar en ningún momento de incentivar los levantamientos del campo expropiando a los grandes terratenientes. La unidad de obreros y campesinos enfrentando a los explotadores en la acción abriría las puertas a un nuevo poder en el que se convocaría a una asamblea constituyente que oficialice la entrega de la tierra a sus verdaderos dueños. Como dice Trotsky, “la reforma agraria era la esencia de la revolución”.

La asamblea constituyente por la que lucha el pueblo chileno y prontamente lucharán todos los pueblos de América requiere en primer lugar de la conformación de organismos independientes de todas las clases oprimidas que organicen gradualmente un doble poder capaz de hacer contrapeso a la burguesía y el imperialismo acaudillando a las grandes masas de su lado. Unas de las tareas cruciales del campo es llamar a todas las comunidades a deliberar por su propia cuenta una orientación frente a la actual crisis política, alimenticia y económica. Allí donde los campesinos propietarios se nieguen a enfrentarse a los latifundistas, los obreros rurales deberán crear sus propias asambleas.

Los desafíos de la presente etapa requieren de partidos revolucionarios dedicados profesionalmente a la agitación política entre todas las clases sociales comprendiendo que sólo el proletariado puede imponer una victoria decisiva en nombre de todas las reivindicaciones del pueblo. Sólo la clase obrera tiene la capacidad de paralizar y tomar en sus manos el control productivo de las naciones. Los organismos de doble poder que surgen de las grandes rebeliones, como las asambleas populares de Chile o los puntos de encuentro de los chalecos amarillos parisinos, elevarán y coordinarán gradualmente hasta convertirse en grandes asambleas que se hagan cargo de todas las reivindicaciones de las masas. En estos organismo regirá la más absoluto democracia popular siempre sometida al dictamen de las grandes mayorías. Lentamente la democracia popular se transformará en la dictadura de la gran mayoría obrera del mundo sobre el capital. Campesinos e indígenas encontrarán en estos nuevos organismos los canales para satisfacer todas sus demandas y el apoyo incondicional para enfrentar a los terratenientes que robaron sus tierras. El campo será sumado a la planificación cooperativa de la producción que posibilite paso a paso abandonar la explotación asalariada y garantice son horas de trabajo repartidas equitativamente el sustento necesario para alimentarse e impulsar la creatividad y tecnología del mundo agrícola. En vistas a semejante tarea no caben dudas de que las comunidades campesinas de todos los tiempos tienen milenios de saberes para transmitirnos.












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